Pensar y mirar por la ventana un año después

Hace casi un año nevó en casa, un treinta de marzo. Miraba desde la ventana y observaba caer los copos de nieve mientras los niños dormían. Salí a hacer algunas fotos al jardín y luego volvimos a jugar con los niños y la nieve.

Salgo al jardín a menudo y pienso en este privilegio de vivir en una casa de campo, grande, una casa en la que poder salir, poner los pies descalzos sobre la hierba y caminar durante un buen rato sin cruzar a una sola persona. Sólo árboles. Sólo pájaros. Sólo insectos. Sólo flores. Sólo animales salvajes.

Poco importa cómo vivamos yo o mi familia esta situación, pretendo en realidad comunicarme a través de este blog, necesito escribir, para abordar emociones.

Dejé los veinte metros cuadrados de un apartamento en París por ochocientos euros mensuales de alquiler para mudarme al sur de Francia y, posteriormente, instalarme junto a mi marido, siguiendo un proyecto familiar, en el campo. Pude hacerlo gracias a que teletrabajo. Ahora que pronto se cumplirá un año desde que comenzó esta crisis, el teletrabajo, para todos aquellos que pueden permitirse teletrabajar, se ha instaurado dentro de la normalidad.

Desde hace algunas semanas tengo una sensación de agotamiento. Es decir, me parece que vivimos en un estado continuo de cansancio mental y físico: estoy agotada de estar agotada. Cuando puedo permitirme parar, algo extraordinario, muy poco frecuente, frente a la crianza, el trabajo para los demás y el trabajo del hogar, para nuestra familia, a menudo pienso en qué habría sido de mí, de nosotros, si nunca me hubiese mudado de aquel estudio de veinte metros cuadrados en el barrio de Bastilla de París. Qué sería de mí, de nuestra familia, qué sería de mi estado mental, del físico.

Sacha cumplirá pronto tres años y medio y Léa acaba de tener un año. Hace diez días, al salir del colegio, nuestro hijo me preguntó al salir por la puerta del patio del recreo: Mamá, ¿hay todavía un virus? Me gustaría tanto ir a casa de mi amigo Djokine... Djokine es su mejor amigo, hijo de madre senegalesa y padre francés. Antes de la crisis sanitaria y social actual, solíamos pasar algún día del fin de semana en su casa o en la nuestra juntos, las dos familias, mientras los niños jugaban, correteaban junto a las gallinas, el caballo o tiraban del tractor de juguete. Se echan de menos, no sé si más o menos de lo que yo echo de menos a mis padres, que viven en el sur de España, y a quienes no veo desde hará pronto un año.

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Las redes sociales, especialmente Instagram, muestran a menudo una imagen idílica de nuestros campos, de nuestros paisajes, de nuestra cotidianidad. El eco-turismo permite vivir, pero también ahoga. Los pueblos y espacios rurales necesitan más recursos para poder seguir existiendo. Y mientras, en nuestras ciudades, esas urbes en las que vivimos confinados y en la que tratamos de respirar sobre cemento, se están ahogando muchos niños de familias numerosas (y no numerosas), en pequeños espacios sin poder salir desde hace demasiado tiempo en países de todo el mundo.

Cuando se acabe esto urgente de frenar los contagios, cuando avance la campaña de vacunación, ¿quiénes serán los necesarios? ¿Podemos pensarlo? ¿Podemos pensar? ¿Serán los médicos, esos que en Francia, días antes de iniciarse esta crisis, se manifestaban contra los recortes? ¿Serán los profesores, esos funcionarios de bajo sueldo que educan a nuestros hijos? ¿Serán las mujeres que trabajan en casa, que mantienen en pie a una familia, sus propias vidas, que no tienen recursos económicos y que nunca han tenido derecho a nada? ¿Será posible que una crisis como la que estamos viviendo nos haga ser más conscientes, más respetuosos, más solidarios? ¿Será posible la compasión?

Hace casi un año nevaba. Hoy el sol y el calor entran por los cristales sucios de las ventanas del salón de casa. Yo escribo. Suele ser una escena que se repite. Los niños duermen o están en el colegio o la guardería: yo escribo. Miro por la ventana y observo a los pájaros posarse en las ramas de los árboles, que tienen ya los primeros brotes. Cada vez que abro y leo los periódicos españoles y franceses, a los diez minutos, cierro ventanas del navegador casi de forma mecánica. Sé lo horrible que es no poder despedirse de un ser querido. Lo sé por mi condición de migrante, pero actualmente muchas personas lo están sabiendo por una crisis sanitaria y social. ¿Cómo recordará todo esto nuestra memoria?

Me preocupa esa memoria. Para trabajarla, llevo siempre conmigo libretas pequeñas para tomar notas. A veces son el inicio de un poema, otras veces me sirven de inspiración para nuevos proyectos, otras, forman las listas de la compra. Hoy, frente al agotamiento después de casi un año en crisis, paro, pienso y miro por la ventana de nuevo. Tengo conmigo una de esas libretas y releo en ella un mensaje de WhatsApp que mi madre me envió dos semanas después de iniciarse esta crisis, tras volvernos a Francia desde España, donde pasábamos unos días juntos de vacaciones y disfrutaba de mi baja por maternidad. Acababan de cerrar las fronteras:

“Me he sentado un momento en el patio para descansar de ir y venir recogiendo cosas, poniendo lavadoras… He cogido el teléfono en un gesto ya inconsciente para mirar no sé muy bien qué y, de repente, he reparado en los abejorros que no cesan en su tarea zumbando alrededor de la glicinia y la mariposa blanca que ha vuelto a pasarse en los tajetes naranjas y he pensado en el milagro de la vida, pese a las amenazas de muerte y sufrimiento que ensombrecen nuestros días.

A pesar de todo, las plantas florecen, se oyen cantar pájaros, las madres dan a luz… la inocencia infantil nos reclama y, junto a la esperanza, siento una gran tristeza porque las ventanas a las que hoy todos nos asomamos muestran paisajes desoladores. Mientras, los insectos siguen con su trabajo, los gorriones vienen a buscar las migas que he tirado en el suelo y yo pienso que, tal vez, en estos aciagos días abriremos otras ventanas con más luz.”